Durante mi infancia en Puerto Moral escuché a mi padre narrar esta historia cientos de veces. Pese a la distancia y al tiempo transcurrido, los detalles eran recordados con claridad y nunca encontré ninguna contradicción. Los hechos eran tan simples como claros. Mi padre y su hermano -Ignacio y Tomás- volvían a su casa de Castañuelo desde Aracena, caminando, después de haber pasado la tarde del domingo con sus respectivas novias, que vivían en esa localidad. Eran tiempos muy distintos a los actuales, corría el mes de agosto -o tal vez el de septiembre, pues el verano estaba ya muy avanzado- del año 1955. La carretera de Aracena a Castañuelo era por aquel entonces mucho más sinuosa de lo que es en la actualidad.

Cada vez que le pedía a mi padre detalles sobre el acontecimiento, él me decía que todo el campo que los rodeaba se iluminó como si fuera de día. Tal potencial lumínico es muy superior al que ofrecen los faros de cualquier coche, por lo que se descartaba definitivamente tal opción, ya invalidada de hecho por la total ausencia de ruido. Alguna vez le pregunté por la sombra que proyectaron cuando fueron tan misteriosamente enfocados. Ese dato podría ayudarme a aclarar el ángulo de incidencia de la luz. Pero por mucho que se esforzaba en recordar, nunca pudo aclararme nada al respecto.

Como no podía ser de otra manera, cuando tuve oportunidad también interrogué a mi tío sobre aquellos hechos, sensacionales a la vista de un adolescente que se adentraba en la investigación del misterio. Mi tío corroboró una y otra vez la versión que me había dado mi padre, aunque con algún matiz. Esas variaciones, lejos de suponer contradicción, enriquecían el testimonio recogido en la voz de mi progenitor. El matiz consistía en que mi tío afirmaba que él había percibido por el rabillo del ojo una luz redonda desplazarse por el firmamento. La fugacidad de la observación le impedía ofrecer detalles sobre “aquello”.
Como verán no se trata de un avistamiento de los que pasan a los anales de la ufología, pero para mí supuso el primer caso de mi entorno, con unos testigos plenamente fiables. Además, no fue un caso aislado. A partir de entonces, fueron muchos los habitantes que afirmaron haber sido testigos directos de luces similares. Mi padre me lo comentó en muchas ocasiones y yo mismo he tenido la oportunidad de entrevistar a varios de sus paisanos, que me han narrado sus vivencias. Algunos de ellos fueron sorprendidos por una iluminación súbita de origen desconocido y otros acertaron a ver una esfera luminosa que alumbraba extensas áreas de terreno. Casi siempre en zonas próximas al lugar en el que mis familiares vivieron su experiencia.
Un caso más sorprendente aún vino a sumarse, unos años más tarde, a esa larga lista de hechos insólitos en las proximidades de la aldea de Castañuelo. Era una clara mañana de diciembre de 1970, rayando el mediodía. El protagonista, Juan González Domínguez, que contaba por aquel entonces con una edad de cuarenta y dos años, entre los eucaliptos guiaba hacia la carretera un pequeño rebaño de cabras, cerca de la zona que hemos descrito unas líneas más atrás. Oyó una gran explosión y al elevar la vista observó un objeto muy brillante que le recordó a un frigorífico por su forma. Aquello descendió hasta posarse sobre el asfalto de la carretera a corta distancia del punto en el que se encontraba Juan.
Las cabras y la perra que las acompañaba se volvieron antes de entrar en la carretera, asustadas por la irrupción de aquel artefacto. Al instante de girar, todo el grupo -incluido el pastor- quedaron paralizados. Juan observaba las ridículas posturas del ganado, pero era incapaz de mover ni un solo músculo. Cargaba sobre su hombro un pesado saco lleno de bellotas que había apañado un rato antes y ni siquiera notaba el peso del costal. Veía y escuchaba perfectamente, pero se encontraba inmovilizado.
Pasados varios minutos, el objeto emitió otra explosión, como cuando se golpea con fuerza una chapa o se cierra de golpe la puerta de un camión. A continuación, aquello se elevó -en medio de una espesa nube de humo blanco- y desapareció en el cielo. Fue entonces cuando el hombre y sus animales recuperaron la perdida movilidad. Las cabras saltaron a la carretera y la perra comenzó a ladrar. Aunque el testigo sólo relató los hechos en su entorno familiar, pasado cierto tiempo la noticia comenzó a circular por la zona hasta trascender fuera de ella y llamar la atención de los investigadores del fenómeno ovni.
Juan, al que sus vecinos llamaban cariñosamente “Juanito el de los prados”, describió aquel artefacto al investigador Juan José Benítez, quien incluyó su testimonio en el libro El Ovni de Belén. Se trataba de un objeto rectangular, de unos dos metros de altura, y de un ancho “que no abarcarían dos hombres uniendo sus brazos”. Parecía de aluminio o de acero inoxidable. Observó el testigo cuatro patas cortas, de unos treinta o cuarenta centímetros, y un faro rojo muy fuerte en la parte superior. También presentaba dos luces blancas más chicas en los costados. No vio Juan ninguna bandera, ni seres que ocuparan su interior, pese a que el objeto presentaba dos ventanas a los lados, por encima de las luces blancas.
